domingo, 10 de enero de 2010

Hasta el stiletto.

Aquella noche no estaba yo sola, y nada mejor que dos miradas, de cristales distintos, para completar el cuadro. Desde mi transparencia, hasta la hipervisibilidad de B. que lo escribe así:


DE CLAVOS Y TIJERAS.

Noche de fin de año. Las tantas de la madrugada.

G. y yo decidimos salir a brindar a nuestro garito de rock preferido. Después de ser saludadas de forma algo pegajosa por el dueño y los puertas, nos abrimos paso por lo que coralmente ha sido clasificado como un auténtico “campo de nabos” (aunque dudo que nadie se haya prestado a ir bragueta por bragueta corroborando tantas biologías).

Tomamos posiciones, como siempre, hacia la mitad de la barra. No está demasiado lleno y el personal del bar se lo toma con calma. ¿Será la tónica de la noche? Rápidamente caemos en la cuenta. En cuestión de dos horas, desfilan ante nosotras cantidad de tíos chuzos o con una pose deliberada que -esperan- camufle sus intenciones. La cosa pinta fea, pero no nos preocupa: reconquistamos ámbitos hostiles, vestidas de encantadoras y uberfemeninas presas de caza. Y eso que esta noche no calzo mis stilettos -altos como dildos-.

Pasamos el rato entre copas y chulerías. De los pollos que nos entran, sí hay alguno con el que hubiera jugado un affaire sin pestañear, pero ya no tiene hueco. No desde que llegó M. Asombra que sea posible albergar tanto deseo en un solo cuerpo, y más sin que se me reviente ninguna tripa. Ella nos acompañará esta noche. Precavidamente, para evitar tensiones con la lista de puerta, aviso a los maromos de que M. está en camino. “No pasa nada -dice el de la voz cantante-. Entre dos tijeras siempre cabe un clavo.” “Querido, en mi caso es al revés: entre tanto clavo, solo cabe esa tijera.”

Sobre las cuatro, asoma sus pestañas la pantera y me tiro derecha a su boca. El personal alucina y más de uno se acerca a preguntarme “¿De verdad eres lesbiana?” Las chicas que tenía a mi izquierda nos observan complacidas, y dejan de tocarse entre ellas como si fueran primas. M. es preciosa e hipnótica, aunque siente que el bar la reviste de una transparencia tendenciosa. Mi receta ante esa invisibilidad: paciencia, mala uva y colorete. Cuestión de desentonar.

De hecho, aquel-del-affaire-fuera-de-juego ha comenzado a resultar, más que un incordio, un problema. Beodo y cachondo, a pesar de mis negativas explícitas y repetitivas, es capaz de seguirme hasta el baño, colarse por mi espalda en el metro cuadrado del retrete y bloquearme la puerta. Con dos centímetros de distancia para maniobras y un tipejo, más excitado aun -según me hace saber- por mis besos con M., intentando caer con todas sus ganas y su peso sobre mí, es difícil escabullirse, y entro en la siguiente tesitura: ¿Negocio con él? ¿Respondo con violencia física, dispuesta a asumir una respuesta probablemente también violenta, estando yo sola? ¿Recurro al dueño del garito o lo rechazo igualmente por tratarse de la ayuda de un varón, y evitar reforzar así un pacto de machos sobre mi sexualidad, que en realidad estoy combatiendo? Finalmente resuelvo el trance erizando la espalda, manteniéndole la mirada sin claudicar, y reiterando hasta la saciedad un “no” que llega a cerrarme el cuerpo. Cuando él abandona el aseo y me deja sola, soy incapaz de mear. Ni gota.

Salgo del retrete, dignísima, algo asustada y con la vejiga inundada como una pecera. Encajo mi cadera entre las piernas de M., sentada en una banqueta alta, y, mientras me aprieta las nalgas contra sí, le sugiero al oído: ¿follamos, nena?

Así empezamos el año: exorcizando bares y retretes.

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