Nada como empezar el próximo año con risas... ¡y con paquete!
Besos malvados para todxs.
viernes, 31 de diciembre de 2010
domingo, 19 de diciembre de 2010
Río de Janeiro.
El telonero odia a la diva.
La odia desde el momento en que sube al escenario que después ocupará ella. La odia desesperadamente, mientras cierra los ojos y clava los dedos en el mástil de su guitarra, agarrándose a él como si fuera un naufrago en la marea de voces de turistas indiferentes que le rodea. La odia desgranando bossa novas con la garganta llena de arena, cerrando los ojos con fuerza para no ver al público que sigue cenando como si él no estuviera.
La odia durante el aplauso desflecado que suena al terminar, y por el silencio incómodo que no le pide otra canción. La odia por cada paso que da cuando se baja del escenario y camina hasta la barra. No deja de odiarla por cada sorbo amargo de whisky que bebe, mientras los camareros con bigote y chaleco negro le miran con lástima.
La odia rabiosamente cuando es ella la que se sube al escenario, en ese local perdido en Ipanema, pequeño, que huele a moho y a pasado glorioso. Igual que las melodías que ya empieza a tocar la orquesta de la diva, empastando como si fueran uno. La odia por su cuerpo, porque está gorda y ya no es joven, pero se mueve en el escenario con una sensualidad infinita, rezumando sexo en cada movimiento. Ella ya no debería vestirse así, con ese vestido ajustado, ni llevar ese tocado de plumas negras recostado sobre su pelo. No tiene edad para bailar de esa forma, ni para mirar así al público, a la vez coqueta y desafiante. Odia cada nota que suena en el timbre perfecto de su voz redonda, madura, que domina con tanta soltura como respira. Igual que maneja al público, seduciéndoles, hablándoles y cantando para ellos como sólo alguien que no ha hecho otra cosa en su vida sabe hacer, hasta hacerles creer que canta sólo para cada uno. Hasta que el público se entrega, y le dedica ese silencio sonoro, que hace que el espacio se amplíe, y el bar se cubra de una pátina dorada como la que tuvo en otros tiempos. La odia terriblemente cuando el aplauso quiebra el aire con estruendo, como se rompe el cielo al empezar una tormenta. La odia porque ya está borracho. La odia porque sólo ella sigue siendo capaz de seducirles de esa forma.
La odia porque después de que el público suplique un bis tras otro abandona el escenario, dejándoles ahítos, pero no del todo, satisfechos, pero deseosos de más. La odia porque sabe que hablarán de ella toda la noche.
La odia a muerte cuando el público se va marchando, y él sigue en la barra, sabiendo que ya huele a alcohol y a derrota. La odia cada noche cuando camina hasta el camerino que comparten, mientras los camareros recogen las mesas, pero sobre todo la odia cuando se sienta en su silla, y como todos los días, toma entre sus manos el tocado de plumas negro de la diva, y se lo pone sólo para mirarse con él en el espejo.
Entonces la odia con toda su alma.
La odia desde el momento en que sube al escenario que después ocupará ella. La odia desesperadamente, mientras cierra los ojos y clava los dedos en el mástil de su guitarra, agarrándose a él como si fuera un naufrago en la marea de voces de turistas indiferentes que le rodea. La odia desgranando bossa novas con la garganta llena de arena, cerrando los ojos con fuerza para no ver al público que sigue cenando como si él no estuviera.
La odia durante el aplauso desflecado que suena al terminar, y por el silencio incómodo que no le pide otra canción. La odia por cada paso que da cuando se baja del escenario y camina hasta la barra. No deja de odiarla por cada sorbo amargo de whisky que bebe, mientras los camareros con bigote y chaleco negro le miran con lástima.
La odia rabiosamente cuando es ella la que se sube al escenario, en ese local perdido en Ipanema, pequeño, que huele a moho y a pasado glorioso. Igual que las melodías que ya empieza a tocar la orquesta de la diva, empastando como si fueran uno. La odia por su cuerpo, porque está gorda y ya no es joven, pero se mueve en el escenario con una sensualidad infinita, rezumando sexo en cada movimiento. Ella ya no debería vestirse así, con ese vestido ajustado, ni llevar ese tocado de plumas negras recostado sobre su pelo. No tiene edad para bailar de esa forma, ni para mirar así al público, a la vez coqueta y desafiante. Odia cada nota que suena en el timbre perfecto de su voz redonda, madura, que domina con tanta soltura como respira. Igual que maneja al público, seduciéndoles, hablándoles y cantando para ellos como sólo alguien que no ha hecho otra cosa en su vida sabe hacer, hasta hacerles creer que canta sólo para cada uno. Hasta que el público se entrega, y le dedica ese silencio sonoro, que hace que el espacio se amplíe, y el bar se cubra de una pátina dorada como la que tuvo en otros tiempos. La odia terriblemente cuando el aplauso quiebra el aire con estruendo, como se rompe el cielo al empezar una tormenta. La odia porque ya está borracho. La odia porque sólo ella sigue siendo capaz de seducirles de esa forma.
La odia porque después de que el público suplique un bis tras otro abandona el escenario, dejándoles ahítos, pero no del todo, satisfechos, pero deseosos de más. La odia porque sabe que hablarán de ella toda la noche.
La odia a muerte cuando el público se va marchando, y él sigue en la barra, sabiendo que ya huele a alcohol y a derrota. La odia cada noche cuando camina hasta el camerino que comparten, mientras los camareros recogen las mesas, pero sobre todo la odia cuando se sienta en su silla, y como todos los días, toma entre sus manos el tocado de plumas negro de la diva, y se lo pone sólo para mirarse con él en el espejo.
Entonces la odia con toda su alma.
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