miércoles, 22 de septiembre de 2010
El glaciar
Ya hacía al menos dos horas que había partido, y el frío comenzaba a hacerse presente bajo su manta de guanaco, húmeda todavía de rocío.
Pensaba en lo que haría su padre cuando viera que no estaba en el toldo. Quizá sacrificaría una yegua pensando que había sido robada por un gualichu. No se le ocurriría pensar que se había escabullido detrás de su hermano cuando el sol dibujaba tan sólo una línea anaranjada sobre el cerro. Keoken no comprendía porqué ella no podía demostrar su habilidad como él, y ser aceptada como adulta en el círculo de caza.
Había aprendido a montar casi antes que a caminar, acertaba con su boleadora a un arbusto desde gran distancia, y podía enlazar un caballo salvaje a la carrera. ¿Que le impedía entonces cazar guanacos y avestruces?. Pero le decían que ya era adulta porque había sangrado, y había tenido su celebración, pero no podía cazar porque la caza era para hombres. Así que se escapó. Como ellos, pasaría tres días lejos, y volvería con una piel tan buena a lomos de su montura que tendrían que aceptarla como cazadora.
Un crujido la sacó de estos pensamientos cuando una liebre incauta cruzó corriendo bajo las patas de su caballo. La boleó casi en un acto reflejo. Era una primera pieza humilde, pero suficiente para el almuerzo.
Cuando cayó la noche ya estaba a los pies de la montaña. Encendió una hoguera, devoró la carne, y se enroscó en su manta bajo un matorral. No tardó en dormirse pensando que si tenía suerte, en lugar de un guanaco llevaría de vuelta una piel de puma.
Al amanecer el frío había dejado su manta acartonada, y tuvo que ponerla largo tiempo junto al fuego, cuidando que el humo no fuese visible desde lejos. Encontró a su caballo junto a un arrollo, y tras beber el agua helada partió en dirección contraria a la corriente.
Subía la ladera entre los bosques de lengas cuando algo llamó su atención. Sonaba frente a ella, distinguiéndose del rumor del río. Parecía un rugido.
- Ahí está mi presa - pensó. Y retuvo a su montura para poder escuchar mejor.
El rugido sonaba intermitente, pero siempre en la misma dirección, como si el animal estuviera quieto en un sitio, quizá escondido en una madriguera o herido.
Avanzó despacio, persiguiendo el ruido que aumentaba cada vez más, hasta detenerse. Un escalofrío recorrió su espalda al escucharlo más cerca. El animal, fuera el que fuese, tenía un rugido de trueno, como el cielo cuando se quiebra en la tormenta.
- Esto ha de ser cosa de los espíritus... - Se dijo. Pero su decisión fue más fuerte que su miedo, y siguió avanzando.
Hasta que lo vio.
El lomo escarpado de puntiagudas escamas azules asomando sobre las copas de los árboles. Una criatura gigantesca, encarnación de algún espíritu del agua, que parecía dormitar flotando en el lago. A veces en silencio. A veces rugiendo y resoplando como en un mal sueño.
Desmontó sin hacer más ruido que el de una serpiente que se arrastra y caminó silenciosa hasta donde el agua encontraba la tierra. El monstruo seguía dormido cuando alargó la mano hasta su costado y se quemó. Nunca había oído hablar de un espíritu de agua que contuviera el calor del fuego, pero sin duda llevaría pruebas a su gente de que lo había enfrentado, y se hablaría de ello durante generaciones.
Se alejó lentamente, y se detuvo sobre un risco, a una distancia que consideró suficiente. Y entonces gritó. Un grito salido de las entrañas, del centro de su rabia, para despertar al monstruo dormido.
No ocurrió nada. Silencio.
De pronto la ensordeció un rugido furioso, el estallido, y miles de colmillos blancos que volaban en su dirección como flechas. Se lanzó sobre la tierra cubriéndose la cabeza, sin poder evitar un rasguño en la mejilla izquierda, que sangraba copiosamente. El olor de su propia sangre la enardeció hasta la locura cuando se hizo el silencio de nuevo. Sin tiempo de pensar, saltó sobre sus botas e hizo girar las boleadoras en el aire. Y gritó de nuevo al lanzarlas con todas sus fuerzas contra el caparazón del monstruo.
Sonó el golpe, y pudo ver cómo la piel de la criatura se tragaba sus boleadoras, perdiendo apenas un trozo que cayó en un chapoteo. Cuando se agachó a desatar un arma nueva de su cinturón, decidida a herirlo como fuera, el estruendo fue tal que no pudo más que correr, cegada, lo más lejos que pudo. El daño había sido más profundo de lo que pensaba. El caparazón del monstruo no pudo resistir el golpe, y estalló violentamente por los aires, cayendo sus entrañas azules sobre el lago, que se desbordó salvajemente. La ola que produjo casi lamía sus talones al correr, mientras los pedazos de caparazón volaban junto a sus oídos. Sintió un dolor sordo en la mano, cuando uno de esos pedazos se la atravesó de parte a parte.
Al silenciarse el estruendo, cuando el bosque estaba de nuevo sumido en la quietud como si no hubiera existido batalla alguna, se detuvo. Desde donde estaba podía ver la herida del monstruo, imensa, de un azul añil como nunca había visto antes. Aún rezumaba una espuma blanca, que resbalaba mansamente por su costado.
El dolor de la mano atravesada pulsaba sin descanso. Se arrancó el trozo de caparazón apretando los dientes, sorprendida de nuevo al quemarse los dedos, y lo guardó, manchado aún de su sangre, en una bolsa de cuero junto a su pecho.
Al volver a los toldos la recibieron airados, pero los reproches quedaron mudos al escuchar su historia, confirmada por el extraño colmillo que la había herido. Esa misma noche se reunieron los viejos, y decidieron que con su valor había ganado una excepción. Su fama como cazadora no tardó en difundirse entre los toldos, pero esa ya es otra historia.
Sobre el extraño colmillo, quedó en manos de Keoken. Y ella se guardó mucho de contar que unos días después de su hazaña, al ir a buscarlo, sólo encontró en la caja un charquito de agua.
jueves, 2 de septiembre de 2010
Iguazú
Sólo necesita un poco de silencio.
Pensó que podría encontrar algún momento de tranquilidad en el fin de semana en las cataratas, que Roberto se entretendría con Carlos y ella podría escabullirse de Yolanda y estar un rato tranquila.
No pudo al llegar al hotel en Puerto Iguazú y repartir las habitaciones, mientras los niños de la pareja amiga chillaban excitados, y Roberto increpaba al recepcionista porque la habitación todavía no estaba preparada.
Tampoco por la tarde en la piscina, mientras Roberto gritaba ufano tras haberle ganado una carrera nadando a los dos niños, de 7 y 10 años. Sintió vergüenza ajena al verle con el agua a la cintura, respirando como una morsa asmática con los brazos en jarras y sacando pecho como si hubiera ganado las olimpiadas en lugar de a dos críos.
No hubo tranquilidad tras la cena, indigesta de conversaciones presuntuosas sobre lo bien que funcionaban las cosas en España en comparación con Argentina, cuando Roberto se lanzó sobre ella en la cama, pegajoso de sudor y alcohol. Le escuchó resoplar en su oído durante todo el aburridísimo polvo que echaron.
Pensó que podría encontrar algo de silencio cuando atravesaron la entrada del parque natural de Iguazú en el autobús, y vio la vegetación, densa y húmeda, cercando la carretera. Atravesó los torniquetes en el centro del grupo de turistas que seguían al guía, y entregó su entrada sintiéndose como un borrego, mientras Roberto la empujaba:
- ¡Vamos Marta! ¡Mira que eres lenta!
Mientras esperaban el tren en la ruidosa estación trató de no pensar en el calor húmedo, que hacía que la camiseta se le pegara a la piel, y en la gente que la empujaba y la golpeaba al pasar, para no desmayarse. En el tren, los chistes soeces que Roberto le gritaba a Carlos se oían sobre el rumor de turistas emocionados que disparaban sus cámaras a diestro y siniestro.
Al caminar en las pasarelas sobre el río, quiso en varias ocasiones detenerse a mirar la superficie de agua que se movía mansamente bajo sus pies, y descansar su vista en el horizonte, pero cuando Roberto no tiraba de su brazo, la apremiaba la voz del guía llamándoles delante. Se sentía continuamente zarandeada por los cuerpos y las voces que tenía alrededor. De pronto tropezó con una japonesa que se había detenido a hacer una foto, y cayó sobre Roberto:
- ¡Qué torpe eres, Marta!
Cuando llegaron a la catarata, no pudo comprender cómo la gente era capaz de seguir hablando. La visión de todas esas toneladas de agua cayendo al vacío con estruendo la sobrecogió, y la hizo sentirse minúscula. No podía dejar de mirar la nube de agua pulverizada que ascendía desde la Garganta del Diablo, ni ese torrente que parecía tragarse a sí mismo sin tregua. “Qué gran lugar para suididarse”- pensó. Ser tragada por ese vórtice de agua que chocaba contra las rocas al fondo, caer en la nube y desvanecerse. Y al fin, silencio. El vértigo la mantenía atrapada, sin poder apenas moverse, sin dejar de mirar el agua, cuando Roberto se subió en la barandilla, a su lado, para hacer una foto a Carlos y Yolanda.
Sin pensarlo dos veces, Marta tropezó, y al cuerpo de Roberto se lo tragó el Diablo.
Después, se hizo el silencio.
Qué torpe eres, Marta.
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