lunes, 1 de febrero de 2010

Cloe, la princesa cazadora (Cuento invertido por entregas)

“Simón Pedro les dijo: «¡Que se aleje Mariham de nosotros!, pues las mujeres no son dignas de la vida». Dijo Jesús: «Mira, yo me encargaré de hacerla macho, de manera que también ella se convierta en un espíritu viviente, idéntico a vosotros los hombres: pues toda mujer que se haga varón, entrará en el reino del cielo».” Evangelio de Tomás, logia 114.


I. De la primera mirada:

Lo que voy a relatar ocurrió hace mucho tiempo, en un reino lejano.

Había en aquel reino una princesa, conocida por su valor y su fuerza, llamada Cloe.
Durante tres años seguidos, desde que cumplió la mayoría de edad, Cloe había viajado por mar y tierra, en busca del príncipe adecuado para casarse. Fueron miles las gestas que realizó en sus viajes, pero eso es otra historia, que no será contada aquí.

Cloe volvió de su viaje, agotada y llena de polvo, sin haber encontrado más que algunos varones de moral relajada con los que solazarse, pero sin ese príncipe de innumerables virtudes con el que contraer matrimonio. Así que, mientras preparaba un nuevo viaje a tierras orientales, donde había oído que los hombres eran bellos y complacientes, decidió pasar unos meses en el palacio de su madre, dedicándose a la caza y a la pesca.

Un atardecer, durante una partida de caza especialmente difícil, Cloe se distanció de sus compañeras en pos de un ciervo que había herido una flecha de su ballesta. Galopó durante horas entre los árboles del bosque, espoleada por su determinación, hasta que el cervatillo se
escabulló entre unos riscos, y ella quedó sola, consciente de pronto de que se había perdido.
La noche comenzaba a asomar sus zarpas en el horizonte, empujando al astro rey a ocultarse, así que Cloe decidió buscar un lugar resguardado, para esperar el nuevo día. Encendió una hoguera, se tendió sobre su capa en un claro del bosque, y durmió con un ojo abierto aferrada a su espada, por si se acercaba alguna alimaña.

Cloe soñaba que cazaba al cervatillo, cuando en su sueño comenzó a escuchar una voz dulce y varonil, que la atrajo hacia la consciencia. Al despertar se dio cuenta de que la voz no era soñada, sino que se deslizaba entre los troncos de los árboles, limpida y clara, para llegar hasta ella. Se levantó de un salto, envuelta en su capa, para poder seguir mejor la estela de aquella melodía desconocida.

La voz la guió hasta el borde de un remanso del río, en el que el agua se deslizaba suavemente desde una cascada. Sus ojos exploraban la penumbra, acostumbrándose al resplandor de la luna cuando de pronto, saliendo de detrás de la cascada como si atravesara una cortina, apareció el hombre más bello que nunca hubiera contemplado. Era un muchacho rubio como el trigo, de piel tan blanca que casi refulgia. Tenía unos miembros elásticos y delicados, y unos muslos firmes, coronados por unas nalgas generosas de las que Cloe no podía apartar la mirada. El agua resbalaba por su pecho, perlándolo de gotas húmedas que espejeaban como luciérnagas. Y el muchacho cantaba.

El deseo inflamó el pecho de Cloe, que miraba oculta tras unos matorrales, y cuando se había decidido a dejarse ver, escuchó una segunda voz, llamando al doncel…

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